
El aire acondicionado del Hospital General de Ciudad de México zumbaba de manera monótona mientras Patricia Mendoza, de 32 años, esperaba junto a su esposo, Alejandro Vega, un empresario muy respetado en su comunidad. La mujer, de piel morena clara y cabello recogido en una coleta apresurada, apretaba la mano de Alejandro con fuerza. Él, nervioso, golpeaba el suelo con la punta del zapato, mirando fijamente la puerta del consultorio.
El ambiente estaba impregnado de olor a antiséptico y café recalentado, y el sol de la tarde entraba por las ventanas proyectando sombras alargadas sobre el linóleo gastado. Habían sido tres años de intentos fallidos por concebir, tres años de ilusiones que se desmoronaban cada mes y de silencios incómodos que habían erosionado su relación.
Finalmente, una enfermera apareció en la puerta.
—Señora Mendoza, puede pasar —dijo con una sonrisa profesional.
Patricia sintió que el estómago se le encogía mientras ella y Alejandro entraban al consultorio del doctor Ramírez, un especialista en fertilidad reconocido en la capital.
El diagnóstico que lo cambió todo
El médico, un hombre de mediana edad con gafas de montura fina, los recibió con seriedad.
—Tengo los resultados de sus exámenes —anunció mientras acomodaba papeles en su escritorio.
Patricia se tensó, reconociendo el mismo nudo en la garganta de cada cita anterior. Alejandro permaneció rígido a su lado.
—Señora Mendoza, los análisis muestran que usted padece insuficiencia ovárica prematura —explicó el médico—. Sus ovarios dejaron de funcionar antes de lo esperado para su edad. Las probabilidades de concebir son muy bajas.
Las palabras “infértil” y “muy pocas probabilidades” retumbaron como un eco en su cabeza. Patricia apenas alcanzaba a escuchar fragmentos de lo que decía el médico. Alejandro, por su parte, se inclinó hacia adelante:
—¿Está seguro? ¿No podría ser un error?
El doctor negó con firmeza.
—Los resultados son concluyentes.

El estallido de Alejandro
Patricia intentó reaccionar, preguntando con voz débil si existía algún tratamiento alternativo. El médico habló de terapias hormonales, fertilización in vitro con óvulos donados e incluso la opción de adopción. Pero Alejandro ya no escuchaba.
De pronto, se levantó bruscamente de la silla, provocando un chirrido que interrumpió la calma del consultorio.
—¿Está diciendo que mi esposa nunca podrá darme hijos? —exclamó con la voz quebrada de enojo.
Patricia sintió que la vergüenza y la angustia la inundaban. Habían compartido años de lucha juntos, pero lo que vino después la dejó marcada para siempre. En medio del pasillo del hospital, Alejandro le reprochó con palabras crueles, comparándola con otras mujeres y acusándola de arruinar sus planes de vida.
Patricia apenas podía creer lo que escuchaba. “Esto no es mi culpa, Alejandro. Es una condición médica”, intentó explicarle. Pero su esposo, cegado por la frustración, no quiso escuchar.
Un golpe que cambió el rumbo
En un instante de ira, Alejandro hizo algo que nunca antes había sucedido en seis años de matrimonio: la agredió. El sonido seco en medio del hospital provocó que una enfermera y algunos pacientes se detuvieran alarmados.
Patricia, con lágrimas contenidas, lo miró fijamente y tomó una decisión.
—No me sigas. No te atrevas a hacerlo —dijo con firmeza antes de alejarse hacia la salida.
Ese día, mientras las puertas automáticas del hospital se abrían y el calor de la Ciudad de México golpeaba su rostro, Patricia supo que su vida ya no sería la misma.
La segunda opinión
Tres días después, refugiada en el departamento de su hermana Sofía en Coyoacán, Patricia decidió buscar una segunda opinión. No porque dudara del diagnóstico, sino porque necesitaba escuchar otra voz, otra perspectiva.

En el Hospital Ángeles, la doctora Elena Fuentes, especialista en fertilidad con años de experiencia, revisó los estudios previos y levantó la ceja con escepticismo.
—Algunas de estas pruebas son inusuales… no son los análisis estándar que usamos para confirmar un caso como el suyo —explicó con calma.
Patricia sintió un escalofrío. La doctora propuso repetir todos los exámenes con protocolos actualizados y transparentes. Una semana más tarde, los resultados fueron claros: Patricia no era infértil. Sus ovarios funcionaban con normalidad para su edad.
Pero lo que realmente la dejó sin aliento fue la siguiente frase de la doctora:
—Señora Mendoza, creo que los resultados anteriores fueron manipulados.
El mundo de Patricia dio un giro. ¿Quién tendría motivos para hacerla creer que era infértil? Entonces recordó que el doctor Ramírez era amigo cercano de Alejandro desde la universidad… y que la secretaria del médico era prima de su esposo.
De pronto, todo encajaba. Los años de culpas, los tratamientos inútiles, el enojo irracional de Alejandro. Patricia comprendió que, tal vez, la verdad sobre su infertilidad no estaba en ella… sino en él.