Mi tía me quemó la cara con agua hirviendo. Ahora soy yo quien la alimenta.

Rejoice tenía apenas ocho años cuando la vida dio un giro inesperado. Tras el fallecimiento de su mamá al nacer su hermanito, su papá —un albañil que trabajaba jornadas larguísimas— tomó una decisión difícil: llevó al bebé con él a la ciudad y dejó a Rejoice con la hermana mayor de su esposa. Le prometió que sería temporal y que estaría en buenas manos.

La realidad, sin embargo, fue muy distinta. En aquella casa de Aba, su tía Mónica arrastraba rencores y frustraciones. Mientras sus propios hijos asistían a una buena escuela y no les faltaba nada, Rejoice dormía junto a la cocina, vestía ropa usada y comía al final. Aun así, la niña no perdía la disciplina: ayudaba con los quehaceres, cumplía en la escuela y, sobre todo, conservaba una calma que desarmaba.

Un sábado, un descuido en la cocina terminó en un incidente grave con agua caliente que le dejó marcas visibles. Los vecinos la llevaron de inmediato a una clínica, y la autoridad fue informada. Aunque se investigó, no hubo consecuencias legales. La tía, superada por la situación, decidió que lo mejor era que la niña volviera al pueblo con su abuela.

Ahí comenzó la reconstrucción. Su abuela —pobre, pero inmensamente sabia— le curó el cuerpo con remedios sencillos y el corazón con canciones antiguas. Rejoice dejó la escuela un tiempo, hasta que se sintió lista para regresar. Se apoyó en libros viejos, aprendió a escribir poesía, se ejercitó leyendo en voz alta y halló en las palabras una ventana a un futuro más grande. Volvió al aula con la frente en alto, un pañuelo cubriendo parte del rostro y una decisión clara: seguir adelante.

Su maestra notó su talento y la motivó. Con paciencia y estudio, Rejoice ganó una beca para una competencia regional. Fue su primer viaje fuera del pueblo desde el accidente. Volvió con una medalla y, sobre todo, con una carta de una organización que se ofrecía a respaldar sus estudios. Su abuela lloró de alegría.

Tiempo después, apareció la tía Mónica con el argumento de que, como tutora legal, debía llevarla a la ciudad para continuar la escuela. Rejoice aceptó, pero ya no era la niña frágil de antes: era una adolescente firme, enfocada en su meta. Se prometió a sí misma que nada ni nadie volvería a definir su valor.

La constancia hizo lo suyo. A los 22 años, Rejoice se graduó en un área de salud (biotecnología aplicada al cuidado de pacientes) y comenzó a trabajar en un hospital infantil. Su experiencia personal le permitió acompañar con empatía a niñas y niños que requerían tratamientos por lesiones cutáneas. Su forma de hablar —serena, cercana, motivadora— se volvió un bálsamo para muchas familias. Su pañuelo ya no era un escondite: era un símbolo de dignidad.

Con el tiempo, su vida dio otra vuelta. La tía Mónica enfrentó problemas de salud serios y quedó en cama. Contra todo pronóstico, Rejoice se hizo cargo de su atención básica. No lo hizo por obligación ni por quedar bien, sino por convicción: sanar el pasado no siempre significa regresar; a veces significa demostrar que el ciclo de dolor puede detenerse. “El perdón no borra la memoria —solía decir—; abre espacio para vivir con paz”.

Ese acto marcó el inicio de su siguiente proyecto: transformar la antigua casa de su tía en un refugio seguro. Dos meses de limpieza, reparaciones y color bastaron para cambiar la atmósfera. Donde antes había silencio y tensión, ahora había risas, tareas, música y acompañamiento profesional. Rejoice bautizó el lugar como La Casa de la Esperanza.

Las primeras niñas que llegaron lo hicieron con miedo, pero encontraron rutinas amorosas: horarios de estudio, terapia emocional, clases de arte y cocina, y un pequeño huerto. Rejoice repetía una frase que se volvió el lema del refugio: “No eres lo que te pasó. Eres lo que eliges construir a partir de hoy.” Con apoyo de voluntarias, docentes, psicólogas y donantes, el programa creció. Pronto, universidades y asociaciones la invitaron a compartir su experiencia.

No todo fue sencillo. En el camino aparecieron críticas y prejuicios. Una madrugada, pintaron un mensaje ofensivo en una barda del refugio. Al día siguiente, Rejoice reunió a su equipo y a las niñas: “Esto no es un tropiezo —dijo—. Es un recordatorio de por qué hacemos lo que hacemos.” Lejos de frenarse, organizaron una jornada comunitaria para pintar murales con mensajes de respeto y prevención de la violencia. La respuesta del barrio fue contundente: más manos, más colores, más unión.

Años después, La Casa de la Esperanza abrió una nueva ala con salas de terapia, biblioteca, aula digital y un módulo de reintegración escolar. También se creó una red de atención temprana con escuelas y centros de salud para canalizar casos a tiempo. Rejoice aprendió a gestionar fondos, coordinar talleres y medir resultados con indicadores claros (asistencia, continuidad escolar, salud emocional). Su liderazgo —humilde y efectivo— atrajo alianzas nacionales e internacionales.

¿Y la vida personal? Rejoice nunca olvidó a quienes caminaron con ella: su abuela, su maestra, su mejor amiga Zina, incluso un primo que, con el paso del tiempo, buscó enmendar su indiferencia juvenil y terminó siendo un aliado clave en el refugio. Las reconciliaciones llegaron sin rencor ni discurso: con trabajo, coherencia y puertas abiertas.

Hoy, su historia recorre escuelas, congresos y plataformas digitales como un ejemplo de resiliencia, prevención y construcción de paz. Rejoice suele cerrar sus charlas con una idea que resume todo su trayecto:

“Mis cicatrices no son una condena. Son un mapa: me recuerdan de dónde vengo y me muestran hacia dónde quiero llevar a otras niñas: a un lugar seguro, con voz, con estudio y con futuro.”

Si buscas una historia que se pueda leer en familia, que inspire conversación y deje herramientas prácticas —límites sanos, redes de apoyo, educación emocional y uso responsable de la palabra—, la de Rejoice es para ti.

Porque al final, la esperanza también se entrena: con cada acto de cuidado, cada tarde de tarea acompañada y cada “sí se puede” dicho a tiempo.